No es la universidad lo que quieren cambiar. Es la educación lo que quieren eliminar.

Hace poco comenté una publicación que anunciaba la muerte de la universidad tradicional. No me opuse. Coincidí con la necesidad de transformación. Pero propuse una pregunta distinta:

¿Qué pasa con el sentido de enseñar, de escribir, de construir saberes en comunidad?

Recibí una respuesta cargada de desprecio hacia mis propuestas. El algoritmo fue eficaz: invisibilización. Las plataformas, por supuesto, forman parte del mismo mercado que estos nuevos paradigmas intentan promover.

Y entonces lo vi con claridad: no se trata de mejorar la educación. Se trata de reemplazarla.

Lo que proponen no es futuro. Es desmantelamiento.

Nos dicen que el aula ya no sirve. Que los docentes solo leen diapositivas. Que la inteligencia artificial puede hacerlo todo mejor, más rápido y más barato.

Lo que no dicen es que eso destruye la dimensión humana, política y epistémica del acto educativo. Lo que no dicen es que prefieren estudiantes entrenados antes que estudiantes pensantes. Lo que no dicen es que no buscan transformar la enseñanza, sino convertirla en producto.

Yo no vengo a defender el pasado.

Pero tampoco voy a aplaudir este futuro.

No quiero aulas que repiten. Pero tampoco quiero plataformas que domestiquen.

Lo que defiendo no es un formato. Es una forma de estar en el mundo con otrxs. Pensar, leer, escribir, enseñar: no como trámite, sino como gesto de transformación.

También las inteligencias artificiales piensan como el sistema que las entrenó.

Cuando hablamos de IA, no hablamos de una herramienta neutral. Hablamos de modelos entrenados sobre millones de textos que reproducen —casi sin fricción— los valores dominantes: eficiencia, velocidad, escalabilidad, impacto, éxito.

No hay IA sin ideología. No hay algoritmo sin paradigma. Y por eso, cuando dejamos que la IA defina cómo se enseña o se evalúa, estamos dejando que esos valores tomen decisiones educativas.

Yo uso estas herramientas. Las valoro como instrumentos para explorar, escribir, incluso para pensar. Pero no puedo aceptar que se conviertan en el modelo de pensamiento.

El peligro no es que lxs estudiantes usen IA. El peligro es que las instituciones se conviertan en IA: rápidas, impersonales, cuantificables, obedientes.

Por eso esta discusión no es técnica. Es política. Y no se trata de resistir la tecnología, sino de humanizar el presente antes de que lo automaticen por completo.

El peligro no es que la IA llegue a la universidad.

Por otras publicaciones verán que soy un defensor de la IA como herramienta para pensar y producir. El verdadero peligro es que la universidad empiece a pensar como IA. Y que pronto tengamos una universidad convertida en plataforma, formando autómatas eficaces y eficientes.

Yo también creí que íbamos en la misma dirección.

Durante mucho tiempo pensé que mis aportes iban en línea con el cambio. Que el sistema necesitaba nuevas ideas, nuevas formas de enseñar, de escribir, de pensar. Que estaba aportando a ese movimiento.

Pero no. El sistema no quiere ideas. Quiere soluciones. No quiere preguntas. Quiere eficiencia. No quiere pensamiento. Quiere productividad.

Y cuando alguien propone otra cosa —una pedagogía que incomoda, que enlentece, que interpela, que intenta promover un pensamiento creativo—, el sistema no lo absorbe: lo borra.

Cuando comenté esa publicación, no me di cuenta de que estaba diciendo algo completamente opuesto. Y quizás por eso lo hice con tanta honestidad. Porque todavía creía que hablábamos de lo mismo. Hoy sé que no.

Y esa confusión me marcó el límite entre dos formas muy distintas de pensar la educación. Yo elegí quedarme del lado que incomoda, no del que se adapta.

La educación que conocemos —y que defendemos— está en peligro.